jueves, 8 de abril de 2010

La República de la Soja


El cultivo masivo de la planta se lo come todo: vacas, pueblos, tradiciones y trabajadores rurales. Argentina alcanza este año la mayor cosecha de su historia, 52 millones de toneladas


SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ 
En la ribera del enorme río Paraná, cincuenta kilómetros al norte y otros tantos al sur de la ciudad de Rosario, hay no menos de quince puertos privados en los que hacían cola el pasado domingo dos decenas de buques mercantes. Los barcos van a cargar y transportar hacia Asia, África y Europa la mayor cosecha de soja de la historia de Argentina: más de 52 millones de toneladas.
"Imposible arrancar la soja transgénica. Es un filón para pequeños y medianos productores", reconoce un diputado
La imparable mancha verde en Argentina tiene que ver con el aumento de la demanda de soja en China y otros países
Los cultivos engullen hasta los pueblos. Hay más de 60 municipios en peligro de extinción en la provincia de Santa Fe
El 'boom' agrícola argentino ha sacado al país de la crisis, pero ha desatado la pelea por ese excedente
A más de 500 kilómetros de Buenos Aires, la soja está plantada hasta en el arcén de la carretera. Todo por un quintal más
En los campos de la provincia de Santa Fe, en el corazón del océano de soja en que se ha transformado la Pampa húmeda argentina, las enormes cosechadoras trabajan hasta de madrugada, con sus potentes faros encendidos en la inmensa soledad de la pradera y con conductores que son relevados sobre la marcha, casi sin parar la máquina. Tienen que levantar -recoger el grano- en muy pocas semanas y no hay tiempo para descansar: miles de grandes camiones van y vienen, recogiendo y llevando la soja a silos y puertos. Terminarán haciendo unos cuatro millones de viajes al Paraná, de ida y vuelta, en menos de dos meses.
El oro verde, la soja, ha transformado Argentina en muy pocos años: ha impulsado el crecimiento de la economía y la salida de la crisis de 2001, ha cambiado la manera de vivir y de trabajar de miles de productores agrícolas y de centenares de pequeñas localidades rurales y ha extendido la frontera agrícola por donde antes había pastos, otros cultivos, monte o simple paisaje. La soja se come todo: vacas, pueblos, montes, tradiciones e incluso trabajadores rurales, porque exige poca mano de obra y porque existe una creciente concentración de la propiedad de la tierra. Algunos expertos empiezan a estar preocupados.
"Hay que impedir que se siga plantando soja donde antes no la había. Hemos pasado de siete millones de hectáreas de soja en 2003 a los 20 millones de hectáreas que se sembraron esta temporada", explica Marcelo Brignoni, diputado de la Asamblea de Santa Fe. "Demasiada soja", admite el director de la revista Rosario Express, Óscar Bertone. De 2009 a 2010 se pasó de 17,5 millones de hectáreas a los 20 millones actuales. Se calcula que en toda Argentina hay aproximadamente 31 millones de hectáreas de uso agrícola, lo que quiere decir que la soja ya ocupa este año cerca del 64% de la superficie cultivable total.
La Pampa esta integrada por cinco provincias: Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos, La Pampa y Santa Fe. En el núcleo central están las tierras más fértiles de Argentina y posiblemente del mundo. Hace siete años, una hectárea podía valer 2.000 dólares estadounidenses. Hoy se llegan a pagar hasta 15.000 (aunque el promedio ronda los 12.000 dólares por hectárea). El cambio radical ha llegado precisamente de mano de la soja. De las necesidades de China, que la paga a muy buen precio, y de la soja transgénica (que va ligada inexorablemente al uso del herbicida glifosato), que es la que está permitiendo rendimientos muy elevados, con promedios de 4.000 kilos y casos de hasta 10 toneladas por hectárea. Es fácil hacerse una idea del dinero que se mueve estos días en el campo argentino: en la Bolsa de Chicago se estaba pagando esta semana entre 355 y 358 dólares por tonelada de soja.
Al norte de Rosario, por la Ruta 9, hacia Cañada de Gómez, y más al norte, por la Ruta 13, se van pasando los pueblos sojeros: Las Parejas, Los Cardos, Las Rosas, El Trébol, Carlos Pellegrini, San Jorge. Estamos a más de 500 kilómetros de Buenos Aires, capital federal, y la soja está plantada hasta en los arcenes de la carretera, más allá de las cercas de las fincas. Cualquier espacio es aprovechable para cosechar un quintal más. Se nota que hay dinero porque a la entrada de algunas localidades hay una interminable fila de comercios de semillas y de herramientas agrícolas.
Hernán tiene 33 años y cara de niño. A la vera de un campo cerca de Los Cardos vigila nervioso el trabajo de dos de sus tres cosechadoras. Hernán es contratista de maquinaria agrícola y controla que nadie pierda un minuto. Hay muchos campos esperando sus máquinas y no se puede dar respiro a nadie. La cosechadora más cercana no es de las más grandes, pero tiene que levantar 80 hectáreas en menos de 14 horas, afirma. Él vive en Armstrong, una localidad de unos 11.000 habitantes conocida por su dedicación a la maquinaria agrícola. "Mi papá tiene un campo de 68 hectáreas. Con eso se puede vivir bien. Mi hermano es ingeniero; mi hermana, maestra, y yo dejé los estudios para quedarme aquí y hacerme contratista". Antes de que acabe la campaña calcula que habrá levantado más de 2.000 hectáreas de soja.
Al pasar cerca de El Trébol, a las cuatro de la tarde, sorprende ver un campo de golf impoluto en el que varios hombres relativamente jóvenes practican para mejorar su hándicap. ¿No deberían estar en la cosecha? "Bueno, la mayoría de ellos habrá alquilado las tierras a un pool [asociación de inversores] de siembra. La verdad es que no tienen mucho que hacer", explica Marcelo Brignoni.
"Esa es una de las grandes transformaciones sociales que ha acarreado la soja transgénica", comenta el diputado de Santa Fe. "Los padres de esos jugadores de golf se subían al tractor a las cinco de la mañana y se bajaban a las seis de la tarde. Sus hijos no van a volver a trabajar nunca más: simplemente, alquilan sus tierras y reciben el dinero correspondiente. Por 50 hectáreas pueden sacar hasta 90.000 pesos de renta anual", explica. Son unos 18.000 euros, pero en Argentina no se trata de poco dinero. Un profesional joven que trabaje en la capital federal, un médico, un profesor de universidad o un periodista, no cobra más de 7.000 o 7.500 euros al año. Esos agricultores, que viven en núcleos rurales, reciben más del doble por no hacer absolutamente nada. "¿Comprende usted por qué es tan difícil debatir sobre la soja en este país?", se lamenta el diputado de Santa Fe.
Brignoni pertenece a un partido relativamente nuevo, de raíz socialista, que se llama Nuevo Encuentro (su líder nacional es Martín Sabbatella), y conoce muy bien la realidad de su provincia. "Es absurdo querer que se prohíba el glifosato, como dicen algunos ecologistas, o que se arranque la soja transgénica. Eso es imposible. No se trata sólo de los intereses de los grandes terratenientes, sino de los pequeños y medianos productores, que han encontrado en la soja transgénica un verdadero filón y se han convertido en sus más ardientes defensores". De hecho, afirma Brignoni, los grandes hacendados, los ricos de toda la vida, los de la llamada Sociedad Rural (uno de cuyos presidentes fue José Martínez de Hoz, el ministro de Economía de la dictadura militar), conservan sus negocios ganaderos.
"Ellos siguen teniendo vacas y simplemente ponen dinero en los pool de siembra y en fideicomisos de inversión, conglomerados financieros que alquilan los campos de los pequeños y medianos y plantan allí la soja". Uno de los mayores pools del país es el organizado por Gustavo Grobocopatel, un ingeniero que se presenta como el nuevo modelo de empresario agrícola y que confiesa controlar 250.000 hectáreas, aunque algunos ecologistas afirman que en realidad duplica esa cifra, si se cuentan los campos alquilados en Paraguay y Brasil.
Para muchos expertos, el cultivo de la soja funciona cada día más como un cartel, con el resultado de que cada vez hay menos productores rurales en Argentina. Según datos de 2009, en todo el país hay censados 276.581 productores agrarios, la mitad de los que había registrados en 1969, cuando llegó la primera soja. Han desaparecido miles de viviendas rurales, cuyos dueños se han ido a vivir a los pueblos y ciudades cercanos. El censo de población rural dispersa, que caracterizó durante muchos años a Argentina y marcó su carácter, ha sufrido una disminución radical. Incluso los pueblos más pequeños han terminado por borrarse, engullidos por el mar verde. En Santa Fe afirman que de un total de 352 municipios, hay más de 60 en peligro de extinción.
"Lo normal sería que estos fueran grandes temas de debate político", afirma Brignoni. "Pero no es posible casi hablar de estos asuntos porque, por ejemplo, de los 19 miembros del Senado de Santa Fe, 14 están viviendo de la soja. El político más famoso de la provincia, Carlos Reutemann, posible candidato peronista a la presidencia de Argentina, es un gran productor de soja. Todos ellos deberían abstenerse cuando se tratan asuntos relacionados con ese cultivo, pero, por supuesto, no lo hacen". El diputado se queja también de grandes medios informativos que tienen intereses en el negocio de la soja, "así que tampoco es fácil conseguir que abran ese debate. Y así va pasando el tiempo y seguimos sin saber bien la magnitud del daño creado por la llamada siembra directa o el avance de la frontera de la soja".
La idea de la frontera de la soja no proviene de los ecologistas, sino de un anuncio publicitario que lanzó hace unos años Syngenta, la mayor empresa agroquímica del mundo, nacida de la fusión de Novartis y Astra-Zeneca. Se trataba de un mapa de una ficticia "República Unida de la Soja", un territorio que abarcaba amplias zonas de Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y el área de Santa Cruz, en Bolivia, cubierto enteramente por el cultivo de la soja transgénica. La soja no conoce fronteras, decía Syngenta, pero los grupos ecologistas llamaron rápidamente la atención sobre la metáfora de una multinacional que marca las fronteras de una república en la que imperan sus reglas y sus leyes, y el escándalo fue mayúsculo. Impresionaba, sobre todo, ver la extensión de la república por la Amazonia brasileña, donde la soja, junto con la ganadería, es la principal causa de deforestación. Cuanto más sube el precio de la soja, más avanza la tala de árboles y más se hace retroceder la selva.
La soja ha cambiado también profundamente el río Paraná. En menos de diez años, en las cercanías de la ciudad de Rosario, al norte y al sur, ha crecido el mayor conglomerado de exportación de grano, harina y aceite del país. El 80% de la producción de cereales de Argentina saldrá por alguno de los 15 puertos que jalonan este corto trecho del río. La entrada en todos ellos está prohibida: son empresas privadas, nacidas la mayoría durante el gobierno de Carlos Menem, y por algún motivo no muy comprensible se muestran muy celosas de su actividad.
Afortunadamente, el río es público, y un paseo en lancha permite apreciar el tamaño y características de los embarques. Timbúes, Puerto General San Martín, Terminal 6, Vicentín, Gobernador Gálvez, Puerto Esther. En todos ellos hay barcos a la espera de recibir su carga y llevarla por el mundo, sobre todo a China, donde ha aumentado espectacularmente la demanda de este producto. Lo normal es que no tarden más de dos días, como máximo, en poder partir. Hoy, domingo, hay huelga de estibadores en algunos de esos puertos y la cola parece más larga. En San Lorenzo carga el Shearwater, de bandera panameña, pero esperan el Pearl Venus, el Marillion, el Poavosa WisdomSea and SeaAlda, que tiene bandera de Malta, y el Pacific Basin. Muchos van para Asia. Otros, a Egipto, India y Europa, bajando hacia el océano a través de la famosa hidrovía, el canal de gestión privada que se creó durante la época de Menem y que garantiza una vía limpia y señalizada dentro del río. La empresa gestora, con capital argentino y belga, acaba de extender por ocho años la concesión que vencía en 2013 y permiso para ampliar sus actividades en 654 nuevos kilómetros.
El mayor trasiego se está produciendo, sin embargo, en las carreteras. En algunas, los bordes están ya amarillos, rebosantes de las pequeñas bolitas de soja que se escurren de los transportes. Algunos productores guardan el grano en enormes silo-bolsas de plástico (200 toneladas), en el propio campo, a la espera de tener transporte hacia los silos comunes o hacia los puertos. Otros consiguen acceder directamente a los grandes silos de cemento situados, irónicamente, a los dos lados de vías de ferrocarril que recorrían hace años la Pampa y que ahora lucen completamente abandonadas porque dejaron de funcionar en la época de las privatizaciones. En cualquier caso, el rey del transporte es el camión, imbatible en recorridos de menos de 400 kilómetros y capaz de transportar 30 toneladas en cada viaje.
Los estacionamientos de los puertos y algunos arcenes de las carreteras están abarrotados estos días con 5.000 camiones atrapados por la huelga. "Como máximo, solemos tardar cinco horas en descargar y volver a salir", explica Alberto, que acaba de estacionar. En cuanto esté vacío, volverá a salir hacia el interior, en un incesante ir y venir que durará al menos ocho semanas. Otra consecuencia lateral del imperio de la soja es el poder alcanzado en pocos años por el sindicato de camioneros, que dirige Hugo Moyano, líder de la central peronista CGT y gran apoyo de los Kirchner, que muchos comparan ya con el mafioso norteamericano Jimmy Hoffa.
El boom agrícola argentino sacó al país de la crisis, coinciden casi todos los economistas argentinos. Pero desencadenó también una fuerte pelea por la distribución de ese excedente. Ahora, el Gobierno central se queda con un 35% del valor de la cosecha, un impuesto que se convierte en uno de sus principales recursos fiscales. El intento de introducir un nuevo sistema impositivo terminó en una feroz batalla política que perdió Cristina Fernández de Kirchner. El poder de la soja, que se extiende como una imparable mancha verde, parece cada día más fuerte, y la república unida de la soja, con sus nuevas reglas y modos de vida, cada día más real. No todo el mundo se beneficia del cambio y las estadísticas indican que la soja no es la panacea que puede acabar con la pobreza rural. Por el contrario, en muchas áreas de la nueva frontera aumenta la indigencia y el malestar de los campesinos. En el Chaco, al noreste, por ejemplo, la expansión de la soja se está haciendo a expensas de tierras que estaban ocupadas por monte y pastos, sin beneficio alguno para los productores locales. Allí no hay campos de golf, sino indígenas. La soja se lo come todo y, en algunos lugares, no devuelve nada.



HISTORIA DE LA FAMILIA PERALTA

Nuestra hija se enfermó por las fumigaciones Los ecologistas argentinos están de enhorabuena. Por primera vez, la Cámara de lo Civil y Comercial de Santa Fe ha prohibido que se fumigue con glifosato a menos de 800 metros de las zonas rurales habitadas y, lo que es más importante, ha exigido que el Gobierno de la provincia y la Universidad Nacional del Litoral demuestren, en un plazo máximo de seis meses, que el herbicida no es perjudicial para la salud de los humanos. Al invertir la carga de la prueba, los jueces han dado un paso inesperado que coloca la pelota no en el campo de los afectados, generalmente personas humildes que no disponen de medios para encargar análisis, sino de las poderosas empresas fabricantes de productos agroquímicos.
El fallo judicial se produjo a raíz de una demanda presentada por Viviana Peralta, una mujer, madre de seis hijos, que vive en San Jorge, en el barrio empobrecido que se levanta al final de la calle Urquiza. "A nosotros, como a todo el pueblo, nos resultaba normal que la soja estuviera plantada hasta el borde de nuestra calle y que los mosquitos, las grandes máquinas fumigadoras, trabajaran al lado de nuestro patio", explica. "Pero, de repente, nuestra hija pequeña, Ailén, de dos años, empezó a ponerse muy enferma cada vez que esparcían glifosato. Le daban bronco-espasmos y no podía respirar. Una vez incluso se desmayó". Lleno de amargura, el marido de Viviana cuenta: "Cuando fui a presentar la demanda, el juez me obligó a poner lo único que tengo, una pequeña motocicleta, como fianza".
Micaela, de 15 años; Gabriel, de 13, y la pequeña Ailén nos muestran hasta dónde llegaba la soja. "Ahora crece el matorral, pero hace dos años los mosquitos estaban a la puerta de casa", explica Micaela. ¿Cómo ha reaccionado el pueblo ante el fallo judicial? No muy bien, asegura su padre. "Aquí hay mucha gente que se beneficia de la soja y no quiere ni oír hablar de regulaciones. Hay que andarse con cuidado", mantiene.

"Yo conozco a un productor del pueblo de Piamonte cuya mujer e hija tienen leucemia, pero que no quiere que se estudie siquiera si hay una mayor incidencia de cáncer en la zona ni si los agroquímicos pueden tener algo que ver", abunda el diputado Marcelo Brignoni. "Para él, la soja es, precisamente, lo que le permite pagar los tratamientos médicos".

Sin siembra directa y sin glifosato no existiría el milagro de la soja argentina. La siembra directa permite plantar la soja sin prácticamente labrar o arar el suelo y manteniendo los rastrojos de cosechas anteriores. Ofrece un alto rendimiento. Para los ecologistas, impide la oxigenación de la tierra y va "comiéndose" los nutrientes. Para sus defensores, evita la degradación y mejora el aprovechamiento del agua de lluvia. El glifosato, conocido en Argentina como Roundup, la marca de la empresa Monsalto, se fumiga sobre los campos de soja transgénica y acaba con todo lo que no sea esa poderosa plantita verde.

Los expertos indican que se utilizan unos diez litros de glifosato por hectárea y que en 2009 se rociaron más de 175 millones de litros de ese herbicida. Argentina no es el único país del mundo en el que se emplea el roundup. Es un producto de baja toxicidad, insiste la Cámara de Sanidad Agropecuaria de Santa Fe, que tiene la aprobación de la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO). "Lo que importa ahora es que los jueces van a obligar a las autoridades públicas a demostrar que eso es así. Eso es lo que queremos los de este barrio", se alegra Viviana Peralta.

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